Biografía en «A propósito»s

A propósito de mañana.
A propósito de nada.
A propósito de la explosión de las cabezas de piedra en el parque, que ocasionó la muerte de los artistas de circo que torpemente pretendían ser inmortales.
A propósito de las tildes diacríticas que terminaron su existencia a manos de de una grosera ignorancia.
A propósito de la pareja que no pudo terminar de coger en el parque porque un niño les preguntó por qué se peleaban.
A propósito de las dos semanas que me auto exilié a una choza de Uececime antes de la aparición de los chilenos muertos.
A propósito del centenar de veces que tuvo que hundirse en el vodka para borrar de su mente la imagen de su amada en medio de una salvaje jodienda en el Motel del Descuento con el motociclista.
A propósito de las imprecaciones lanzadas contra la cabeza del que provocó la muerte de su mejor amigo.
A propósito de la esposa infiel que no pudo encontrar consuelo en los huesudos brazos.
A propósito de que es demasiado tarde y que siempre será demasiado tarde.
A propósito del irlandés que mordió las cadenas y que tuvo que ser silenciado como un perro.
A propósito de la mujer que se casó con el individuo que tenía una cabellera similar a la de su difunto novio.
A propósito de de la aversión y torpeza sexual de la pareja perfecta y que culminó en el iglú de los pactos homicidas/suicidas.
A propósito de los libros que tuvieron que ser quemados para que un loco conserve su cordura.
A propósito del sujeto de investigación #42, síntomas: poca actividad sináptica.
A propósito del vergonzoso debut sexual de Beto Méndez.
A propósito del adolescente que fingió su muerte para salvar la vida de su novia, misma que fingiría su suicidio 8 meses después.
A propósito de «el mejor» servicio de mensajería interdimensional.
A propósito de la Guerra Civil Mundial en la que hundió al planeta la Gloriosa República de Kuretania.
A propósito del conspirador que murió de una sobredosis y fue enterrado a escondidas por manos inexpertas.
A propósito de los productores que tenían sus relojes ajustados con 3 horas de retraso.
A propósito del desliz que provocó que un hombre nada particular perdiera todo aquellos que amaba en el transcurso de 753 días.
A propósito de la mujer de decía amar a A y se la chupaba a B.
A propósito de las gotas de lluvia que no llegaron a caer.
A propósito del tullido que rodaba escaleras abajo como parte de su acto principal.
A propósito de las incontables muertes del señor Harper.
A propósito del acróbata que se rompió la espalda al resbalar en su ducha.
A propósito de la mujer con voz de miquiscopio.
A propósito de la carcajada que retumbó en la morgue después de notar que el destripado de la mesa era efectivamente Nube y Niebla.
A propósito de la muchacha que traficaba naftalina.
A propósito de los dos intentos fallidos de alcanzar las puertas del inframundo asirio.
A propósito del infante que intentó la maniobra de rodar con su andador para golpearse la cabeza en el piso de abajo y que sobrevivió para no recordarlo.
A propósito del feto que sacrificó su vida por la de un inoperante social.
A propósito de la pelirroja que unió sus manos a las de los que apuntaban y acusaban.
A propósito de Stibilina y el Río de Antimonio.
A propósito del muchacho que le rompió el cuello a su instructor.
A propósito del esperpento que se colgó para demostrar que se sentía culpable.
A propósito del dinero que fue incinerado para salvar la vida de un espécimen inútil.
A propósito de la fútil idea de tener un propósito.
A propósito de los procedimientos endovasculares.
A propósito del hombre que renunció a su empleo para no arrancarle los ojos a su jefe.
A propósito del ingenuo que quería ser Bob Dylan.
A propósito del anciano que se tatuó su propio nombre para no volver a olvidarlo.
A propósito de los menos buscados de la ciudad.
A propósito del hombre que empezó su existencia al ser inventado.
A propósito de la artrópolis que se tragaba entera las vidas de los olvidados.
A propósito del bar que fungía de purgatorio.
A propósito de los orgasmos fingidos.
A propósito del único e inigualable orgasmo mutuamente fingido.
A propósito de los chacales que habitan en el techo.
A propósito de la huelga de hambre que nunca terminó.
A propósito del diccionario interno de malas jugadas.
A propósito de los 28 días que iniciaron al terminar.
A propósito de la heroica bala que explotó a la yugular.
A propósito de la cuerda que reventó y devino en un tobillo dislocado.
A propósito de los amantes que vivían despidiéndose.
A propósito de la reventa de entradas al funeral del intelectualoide.
A propósito de la mirada perdida que se convirtió en creadora.
A propósito de todo lo que terminó con la vida del que temía a los payasos que llevaban tirantes.

***

«Neurisma», fragmento

A continuación presento un fragmento del libro en el que me encuentro trabajando:

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 Me encuentro en el asiento trasero de un descolorido y viejo sedán, la cabeza me da vueltas debido a la media botella de ron que acabo de terminarme, aunque no puedo decir que estoy tan ebrio como el sujeto que está al volante. Su nombre es Héctor, y es el encargado de la producción de un piloto televisivo en el que se me ha solicitado que actúe como figurante en un par de escenas, él es un tipo alto y desalineado, con piernas tan largas que le llegan casi hasta el cuello y una mirada vidriosa que apenas puede disimularse por el cristal de sus lentes. En el asiento del copiloto descansa Elena, su novia, o su novia según mis suposiciones al ver las palabras y caricias que se dirigen el uno al otro, ella es 8 años menor que Héctor y dos años mayor que yo, su mirada suele extraviarse entre la severidad y la confusión, y su nariz parece robada de una escultura, podría sacarte un ojo con ella si se lo propusiera.

   Hace media hora, más o menos, se llevó a cabo una cena para celebrar el final del año junto a todos los involucrados en el proyecto. Lo único que recuerdo haber discutido es la obra de Dave McKean y Grant Morrison, y haber bebido vaso tras vaso de ron (lo único que tenían en el lugar), después de la cena y de una breve charla, todos se despidieron, Héctor me preguntó si quería acompañarlo a él y a Elena a un bar ubicado en la Calama, acepto sin más. A pesar del alcohol consumido, Héctor no conduce el auto del todo mal.
   – Maneja mejor cuando está borracho – dice Elena regresándome a ver – ¿sí o qué? – le da una palmada a Héctor en la pierna y ríe consigo misma, él sólo suelta un bufido a manera de afirmación.
Ambos empiezan a conversar de personas que no conozco, aunque tampoco puedo decir que les preste atención del todo; no puedo sacar de mi cabeza a Milena, mañana terminará éste año, y el día de hoy se cumplen dos meses desde que ella decidió terminar con la relación que llevábamos. Todo es confuso, ni siquiera sé lo que hago en éste auto, dirigiéndome a no-sé-dónde, el sentimiento se intensifica al recordar el miedo que me ha dominado los últimos 16 meses. Pienso que debería estar en mi casa, acostado en mi cama e intentando cazar a un esquivo sopor que se niega a caer sobre mí. Éstas palabras me hacen caer en cuenta que apenas hace una semana cumplí 20 años, y que han habido más cambios de los que puedo recordar en los últimos meses, rara vez pasaba una noche completa en el departamento en el que me autoexilié, antes de regresar a la casa de mis padres y las imágenes abrumadoras que caían sobre mí al cerrar mis ojos, ahora no puedo ver otra cosa que el rostro de Milena, sus grandes ojos, sus delineados labios, incluso la pequeña cicatriz de su niñez en el costado derecho de su sien.

Héctor detiene de improviso el sedán, lo estaciona y sale de manera apresurada, pero a la vez como si intentara no llamar la atención de nadie (lo cual es un ejercicio de futilidad, dado que no se ve un alma en la calle) y lo observo hasta que cruza al otro lado de la calzada y se pierde a la vuelta de la esquina. Elena me pide que le ayude a recordar una canción, tararea parte del coro y casi de inmediato reconozco a “Shine”, de Collective Soul; antes de que pueda agradecerme empiezo a traducirle la letra sin espera a que me lo pida, lo que sea para mantener mi mente ocupada, ella me observa sin parpadear hasta que termino la canción (finalizando cada frase con un siseo, cortesía del alcohol).
– ¿Crees en Dios? – me pregunta.
– Hay algo… no sé qué es, pero estoy seguro de que hay algo – respondo sin poder entenderme a mí mismo, y sigo repitiendo el “hay algo” hasta el hastío.
Ella se limita a asentir con la cabeza, estoy a punto de preguntarle en qué cree ella, cuando Héctor regresa de la nada y como si nada.
Coloca un diminuto paquete en el regazo de Elena y enciende de nuevo el automóvil. Antes de que ella logre sacar la pequeña funda llena de polvo blanco.
– Dame un poco –  digo sin siquiera pensarlo.
Me regresa a ver con mirada incrédula y me ofrece un poco de cocaína en lo que parece ser la tapa de un frasco. Aspiro. El mundo deja de dar vueltas, ya no sé quién es Milena, siento una descarga eléctrica recorriendo mi espina dorsal y una bocanada de aire puro llena mi cerebro. Me siento fuerte, invencible, implacable. Una vez que te sientes así, quieres sentirte así para siempre.
Ellos hacen lo mismo, y después de manejar por unas cuántas calles más, hemos llegado al mencionado bar, a la tierra prometida.
– ¿Quieres más? – me pregunta Elena.
Asiento con la cabeza y aspiro un poco más. Las estrellas son reflectores.

Entramos al lugar, no está tan lleno como esperaba, el miedo que me consumía se ha desvanecido, le pregunto a Héctor si aquí venderán ron, él sólo ríe y me invita tres cervezas, el lugar palpita, las paredes saltan hacia mí, la barra del bar tiene pulso, mis extremidades tienen vida propia. A lo lejos logro divisar a Claudia, una mujer de veintitantos años que solía dar clases en mi Instituto. Tiene una cabeza espacial, lleno de espesos rizos que doblan el volumen de su cabeza, y cuya atracción gravitacional bien podría destruir la pista de baile; yo mismo me dejo atraer por esa fuerza y me acerco a ella, no me reconoce, pero acepta bailar conmigo, bailamos tres canciones y me entusiasmo cuando escucho a The Police a través de los parlantes del bar, la manera en la que trato que Claudia se dé cuenta que reconozco al grupo me devuelve a la adolescencia. Dos canciones después, un tipo alto y fornido se acerca a ella junto a otra chica, con el rostro velado por la semioscuridad del lugar, le susurra algo al oído y Claudia se despide sin más.
– Ese man es un vergajo – dice Héctor, brindándome otra botella de cerveza.
– ¿Le conoces? – pregunto, acompañándolo a un pequeño sillón en una esquina oscura del bar.
– No, pero tiene cara de vergajo.
Elena se acerca y ocupa el espacio que queda entre Héctor y yo, permanecen unos minutos, conversando, y me siento más inútil que un paraguas en el Titanic. El peso del licor vuelve a caer sobre mi cabeza, el mundo deja de palpitar para empezar a huir cada vez que intento echar mi mirada sobre él, Elena lo nota.
   – ¿Quieres un poco más de coca? – me dice al oído.
   – Sí – respondo casi de inmediato.
Extiende hacia mí la pequeña bolsa y me dirijo hacia las escarlatas puertas del baño. Me tambaleo al entrar, sobresaltándome al darme cuenta que hay otros dos tipos aquí adentro, intentando arreglar sus estrafalarios peinados; observo mi figura en el espejo y no me reconozco, no del todo, mis ojos están hundidos, mi boca se contrae en un rictus nervioso y estoy pálido casi tanto como el día de la cirugía; lo único que se me hace familiar son los asimétricos mechones que penden de mi cabeza, indiferentes a cualquier orden impuesto, como si recién hubiera salido de la cama. Uno de los dos tipos sale, y yo me dirijo al privado del baño, sin certeza alguna de lo que vaya a hacer, saco la bolsa con el mágico polvo blanco de mi bolsillo e intento zafar el nudo que lo aprisiona cuando una voz en mi cabeza, que reconozco como la mía, me dice ¿Qué mierda estás haciendo?
– No sé… – susurro.
Me quedo así por unos minutos, congelado, con la funda de cocaína a medio abrir entre mis manos,  ocupando el pequeño espacio entre el retrete y la puerta, hasta que escucho que golpean levemente su metálica superficie. No logro escuchar lo que dicen, pero salgo de inmediato, volviendo a guardar rápidamente el paquete en el bolsillo de mi camisa.
– ¿Qué tal? – pregunta Elena cuando regreso.
Le respondo con una sonrisa y me siento a lado de ella, Héctor no está, y no indago acerca de dónde se encuentra, pregunto si tienen whisky a una chica que se ocupa limpiando una mesa a lado mío, y pido un vaso al recibir una respuesta afirmativa; me lo termino de un solo trago, intentando ahogarme con él, me parece ver a Milena en la pista de baile, empiezo a buscarla aunque sea obvio que mis ojos me han engañado, vuelvo a apoyarme en el espaldar, y me encuentro con mi mano izquierda acariciando la pierna de Elena que retira mi mano casi de inmediato, vuelvo a repetir la operación otras tres veces, y otras tres veces Elena vuelve a retirar mi mano de sus piernas, hasta que descubro que Héctor está parado a menos de tres metros de distancia, observándonos, observando todo lo que hacía, espero una reprimenda, o una puteada, pero él sólo viene y se ríe palmeándome la espalda.
– Creo que ya es hora de irnos – dice. La noche apenas ha comenzado.