Simulacros

–¿Aun me amas? –preguntó el viejo, apoyando su redondo vientre en el barandal, sin regresar a verla. Como temiendo su respuesta.

La indefinible luz de la tarde se colaba entre las cortinas con la brisa de esa lejana playa que apenas se hacía notar con el murmullo de sus olas.
–Por supuesto –respondió Ella.
Su voz no era la que solía ser hacer décadas, sus manos se encontraban ahora llenas de manchas hepáticas y su rostro estaba surcado de argentas arrugas que le conferían un aspecto arrebatador.
Se levantó y se acercó hasta el viejo, siempre le había recordado el aspecto de una señora de edad cuando lo veía de espaldas, pero había sido bueno con Ella, y mientras más pagaba su deuda, ésta crecía más y más, así que se quedó a lado del viejo. Sus ahora níveos rizos le recordaban a Él, el sujeto al que había amado en su juventud.
Él, que se había dejado caer junto a una desconocida a una perdida orilla del Trópico de Capricornio. Años perdidos en el vacío.
Pero Ella tenía un secreto. Ella lo encontró, logró salvar la consciencia del destrozado cuerpo de su amado y la guardó entre las hojas de un libro cuyas páginas quedaron en blanco al albergar los pedazos de ésa mente. Libro que Ella no volvió a abrir desde ese instante.
–Por supuesto que te amo– prosiguió, y se lo repitió a sí misma como para convencerse, para tratar de olvidar todo aquello que había partido hacia su destrucción. Tal vez así lograría vivir un poco más. Tal vez. Seguía repitiendo que amaba a la figura ancha y vieja que se encontraba frente a Ella. Tal vez así se transformaría en realidad.

Esa noche, el viejo salió de la habitación en busca de alguna guía que le permitiera comunicarse con su fallecida madre, lo hizo sin decir mucho –Ya vuelvo –fue lo que dijo, y abrió la puerta después de ponerse su sombrero. Su silueta era una figura apenas esbozada.

Ella sintió que un vacío reptaba por su pecho, había realizado un pacto hace mucho, pacto que consistía en conocer el momento de su muerte minutos antes de que ésta llegara, a cambio de su capacidad de discernir entre lo que deseaba y lo que necesitaba. El momento había llegado. Se acercó a su maleta, de un escondido pliegue sacó un libro, sacó el libro. Ya no estaba vacío, letras garrapateadas con tinta y apenas legibles en muchas de las páginas ahora ocupaban su superficie.
Leyó la primera frase: «Si es que salimos de ésta…» y no quiso continuar, le quedaba poco tiempo y no quería desperdiciarlo entre las lamentaciones que de seguro poblaban los primeros párrafos, se dirigió hacia la última carilla:
«Ella está frente a mí, yo estoy frente a Ella. Nuestras piernas forman un nudo entre sí y ésta cama es el Paraíso, o lo que ese lugar sea.
Ella sonríe, ella es feliz. Yo soy feliz.
Lo único que podría pedir, es… más tiempo. Pero todo se desvanece.
Somos todo lo que tenemos.
Y somos felices.
Somos felices.»

Leyó las últimas líneas entre estertores y apretó el libro entre su pecho cuando hubo recorrido los largos pasos que quedaban hasta su cama.
Cerró los ojos y esperó que en algún momento ya perdido, Él también también abrazara las páginas de algún desconocido libro.
No volvió a abrirlos.

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