Bitácora I: Cuenca. Chirimoyas. La odisea más corta del mundo.

Dicen que el primer paso es el más difícil, yo lo encontré tan complicado como el decimonoveno, y estoy seguro que ninguno de ellos se igualará al nonagésimo primero.
Quito estaba (está/estará) lleno de todo lo que he perdido, por lo que cualquier elección que involucre un exilio prolongado suena como una buena idea.
Sin importar cómo llegue a esa ciudad, cuántos pasos, cuántos kilómetros, y lo más importante: cuántas horas. Horas, pasas horas metido en un tubo de acero junto a una docena de extraños, y lo más difícil de encontrar es a ti mismo.

Heme aquí, o allá, dependiendo de la perspectiva que tome, o de su inversión; y eso, al menos por los primeros días, me parecerá una circunstancia irreversible. Pobre infeliz.

Los días se mecen sobre una cortina de incertidumbre, transformándose en semanas que al mismo tiempo se me presentan tanto breves como interminables.
Me dejo arrullar por la corriente del Tomebamba por unos segundos, soliviando en las perpetuas curvas de su espuma.
»Los cuerpos de los que se botan, saben asomar en Paute« escucho a una compañera de la Facultad, tal vez adivinó lo que pensaba al ver mis ojos perdidos sobre el borde del puente.
Asiento monosilábicamente y sigo caminando, atravesando calles estrechas  y un par de plazas hasta que llega el momento de despedirnos. Segundos antes, se burla de mi expresión gerundia «chispeando» frente a la llovizna que empiece a brotar. «Garuando», aprendo, es el término usado en la convención local. Después, procede a comentar mi acento quiteño, diciendo que nosotros también cantamos al hablar, solo que en otro tono; terminando con la aseveración de que los cuencanos »cantamos más bonito«, comentario ante el cual no puedo sino que esbozar una sonrisa de complicidad.

Hay algo en ésta ciudad en la que la lluvia cae perezosa en las esquinas menos concurridas y en ningún otro lugar, que no puedo precisar del todo. Su centro magnético no es otra cosa que su atmósfera, hay algo… acá… allá.

Mi habitación/celda mide poco más de 2 x 3 metros, y lo único que ocupa su espacio es una cama de una plaza, un perchero y un gabinete en la pared cuya, al parecer obvia función, es la de servir de ropero. Por supuesto que la utilizo para guarecer del polvo a los libros que pude permitirme traer.
Alguien a quien conocí brevemente en Quito y reencontré hace dos años en una corta visita, me ofrece una mesa de madera y un taburete, dadas mis circunstancias actuales, eso me viene como un regalo del cielo. Las retiraré el día de mañana.

En el césped de la Facultad encuentro el cadáver de un caballito del diablo (zygoptera) y una tijera azul oxidada con la que procedo a cometer un seppuku imaginario bajo la sombra de un árbol cerca del borde del Yanuncay, decido no entrar a la clase de Historia del Arte, quedándome echado en el césped. Cuando mis compañeros de clase me preguntan el motivo de mi ausencia, invento una excusa mal planeada y evito las preguntas que ésta atrae, mirando mi reloj y echando a correr calle abajo. Pensándolo ahora (de hecho, desde la primera semana de haber regresado) me gustaría haberlos conocido más antes de irme, espero volver a tener la oportunidad.
Me ofrecen un porro en el receso, y a pesar de querer un poco, prefiero no hacerlo, eso me daría mucha hambre y todavía quedan 4 horas hasta el almuerzo; si voy a casa a pie desde la Facultad todos los días, el dinero alcanzará hasta fin de mes.

No es una buena idea comer en las mesas ubicadas en el exterior de los restaurantes, odio esa extrañeza de sentirme observado mientras mastico. Al pedir la comida, me doy cuenta que sigo confundiendo «pimienta» con «pimiento» (al menos fonéticamente hablando) y me aferraré a ésta vergüenza pública para recordar la terminología correcta.
Me siento tan solo que he tomado la costumbre de dibujar toda la comida que me es servida; mi libreta es un extraño collage de dibujos sin forma determinada, aforismos banales e historias que harían ver a Carlos Cuauhtémoc Sánchez como el precursor de un nuevo boom literario. A veces quisiera arrojarla sobre el borde del puente (sobre todo cuando descubrí que el Puente Roto estaba, en efecto, roto) y no volver a verla jamás. Al abrirla para empezar a dibujar me encuentro con una frase escrita por una mano que no es la mía, escrita poco antes de mi partida de la capital, la leo 7 veces y en la primera página de la libreta garrapateo una petición a mí mismo, que consiste en no leer el contenido de la misma en el caso de perder la memoria.
Espero no ignorarme.

Retiro la mesa y el taburete después de compartir un café y una conversación. Amarro el taburete a la pata de la mesa y coloco ésta sobre mi espalda.
Aprendo una lección titulada: «No soy bueno haciendo nudos, debería aprender [maldita sea]», cuando el taburete se precipita calle abajo. Mientras corro en pos del artefacto para sentarse, reparo en la manera en la que el sol transforma las patas de la mesa en arácnidos apéndices al proyectar mi sombra sobre la acera. Lo considero apropiado, a falta de un término (ejem…) más apropiado.
Cruzo el río y, como en días anteriores, me encuentro con señoras vendiendo chirimoyas en cada esquina. No puedo resistir y decido que comeré chirimoyas a manera de merienda el día de hoy y mañana. El día de mañana decidiré lo mismo, y si la memoria no me falla, también lo haré pasado mañana.
En una de las escalinatas me encuentro con capulíes que, habiendo caído de los árboles que circundan en éste lugar, han sido pisoteados en lugar de recogidos. Está visión me entristece más de lo que se le debería permitir a una idea.

El profesor de Fotografía dice el título de la clase por lo menos veinte veces, lo repite y lo repite. Pero al momento de escribirlo en el pizarrón, lo deja a medias. Siempre pasa eso, y siempre lo considero hilarante, y ni siquiera estoy consumiendo drogas desde que llegué (por motivos presupuestarios, que no por falta de disposición).

Éste sábado decido ir al Planetario, pero aparte de encontrarlo cerrado, unos amorosos adventistas me ofrecen abrazos gratis; a pesar de que en verdad me sentaría bien algo de cariño, declino la oferta y camino 8  cuadras a la redonda para volver a encontrarme con el río. Permanezco en la orilla, observando unos pequeños y gordos pájaros de plumaje negro que vuelan muy bajo rodeando el puente y planeando sobre la superficie de las aguas, como aguardando en el vacío a una nueva Creación; pero la luz ya se hizo, y desde que Dios se acostó a descansar en el séptimo día, no volvió a levantarse.
Quisiera quedarme ahí unos momentos, con la mente en blanco, más, como sucede con cualquier obra de arte, la vida exige que pensemos en ella y debo huir en pos de algún lugar que pueda calmar el fuego que consume mi mente.
En la noche voy a un café, he estado aquí poco menos de un mes y ya me he convertido en el cliente que se sienta siempre en la misma mesa y, sin mirar la carta, pide: «lo de siempre».
Qué fácil que acostumbro a estos fútiles rituales.

Otra semana, otra oportunidad de decepcionarme a mí mismo, al menos no me faltan chirimoyas. Cuando tenía 5 años, me gustaba imaginar que mi cerebro tenía la forma de una [chirimoya], me gustaba la idea de que mis ideas tuvieran un olor delicioso. Lo que me sigue pareciendo una idea deliciosa.
Debí haber tomado mis pastillas de las 6.

Hablamos. No tengo las respuestas adecuadas. No tengo ningún tipo de respuesta.

Llueve, chispea, mejor dicho; en la esquina de mi casa, y en la de la plaza que viene dos calles después. Sin importar cuánto ame ésta ciudad, o cuántas horas pase tratando de conocerla, de hacer que me permita ser parte sí, no puedo sentirme como otra cosa que un tumor en su sistema.

La lluvia no puede salvarme. No hay un verano invencible dentro mío. Ha sido reemplazado centímetro a centímetro por una glacial ventisca que terminará cubriéndolo todo con su irrefrenable escarcha.
Creí que acá/allá pude haber sido, pero es fácil ser un buen estratega después de que se ha perdido la batalla. Quisiera ser ese soldado en el camino del que Bob Dylan hablaba en  su «Idiot Wind», pero uno solo gana la guerra después de haber perdido cada batalla en canciones nacidas del despecho del divorcio y/o basadas en los cuentos de Chéjov.
La manera en la que escribo, la manera en la que escribimos es, en sí. La manera en la que vemos el mundo.
Ya no sé cómo verlo, ya no sé cómo escribir, apenas puedo leer ya.
Tal vez sea hora de regresar. Aunque ésta decisión sea basada en interacciones sociales comprendidas a medias, en haber cerrado la puerta y en fingirme sordo.
La última noche en Marte, el combate contra la Muerte, fueron sucesos mucho menos emocionantes de lo que cabría esperar.

Acá es.

Acá fui.

Acá he sido.

Acaecido.

odis

Simulacros

–¿Aun me amas? –preguntó el viejo, apoyando su redondo vientre en el barandal, sin regresar a verla. Como temiendo su respuesta.

La indefinible luz de la tarde se colaba entre las cortinas con la brisa de esa lejana playa que apenas se hacía notar con el murmullo de sus olas.
–Por supuesto –respondió Ella.
Su voz no era la que solía ser hacer décadas, sus manos se encontraban ahora llenas de manchas hepáticas y su rostro estaba surcado de argentas arrugas que le conferían un aspecto arrebatador.
Se levantó y se acercó hasta el viejo, siempre le había recordado el aspecto de una señora de edad cuando lo veía de espaldas, pero había sido bueno con Ella, y mientras más pagaba su deuda, ésta crecía más y más, así que se quedó a lado del viejo. Sus ahora níveos rizos le recordaban a Él, el sujeto al que había amado en su juventud.
Él, que se había dejado caer junto a una desconocida a una perdida orilla del Trópico de Capricornio. Años perdidos en el vacío.
Pero Ella tenía un secreto. Ella lo encontró, logró salvar la consciencia del destrozado cuerpo de su amado y la guardó entre las hojas de un libro cuyas páginas quedaron en blanco al albergar los pedazos de ésa mente. Libro que Ella no volvió a abrir desde ese instante.
–Por supuesto que te amo– prosiguió, y se lo repitió a sí misma como para convencerse, para tratar de olvidar todo aquello que había partido hacia su destrucción. Tal vez así lograría vivir un poco más. Tal vez. Seguía repitiendo que amaba a la figura ancha y vieja que se encontraba frente a Ella. Tal vez así se transformaría en realidad.

Esa noche, el viejo salió de la habitación en busca de alguna guía que le permitiera comunicarse con su fallecida madre, lo hizo sin decir mucho –Ya vuelvo –fue lo que dijo, y abrió la puerta después de ponerse su sombrero. Su silueta era una figura apenas esbozada.

Ella sintió que un vacío reptaba por su pecho, había realizado un pacto hace mucho, pacto que consistía en conocer el momento de su muerte minutos antes de que ésta llegara, a cambio de su capacidad de discernir entre lo que deseaba y lo que necesitaba. El momento había llegado. Se acercó a su maleta, de un escondido pliegue sacó un libro, sacó el libro. Ya no estaba vacío, letras garrapateadas con tinta y apenas legibles en muchas de las páginas ahora ocupaban su superficie.
Leyó la primera frase: «Si es que salimos de ésta…» y no quiso continuar, le quedaba poco tiempo y no quería desperdiciarlo entre las lamentaciones que de seguro poblaban los primeros párrafos, se dirigió hacia la última carilla:
«Ella está frente a mí, yo estoy frente a Ella. Nuestras piernas forman un nudo entre sí y ésta cama es el Paraíso, o lo que ese lugar sea.
Ella sonríe, ella es feliz. Yo soy feliz.
Lo único que podría pedir, es… más tiempo. Pero todo se desvanece.
Somos todo lo que tenemos.
Y somos felices.
Somos felices.»

Leyó las últimas líneas entre estertores y apretó el libro entre su pecho cuando hubo recorrido los largos pasos que quedaban hasta su cama.
Cerró los ojos y esperó que en algún momento ya perdido, Él también también abrazara las páginas de algún desconocido libro.
No volvió a abrirlos.

simulacros

El rostro de piedra

Si me quitan la máscara, debajo encontrarán una careta.»

Desde hace mucho antes, en alguna temporalidad perdida, antes de nacer, nos encontramos con un sendero marcado, lleno de mierda y de sustancias toxicoestupefaciensocilógicas  llenando nuestras mentes de furúnculos que explotan para hacernos notar (o no) que la Poesía no es otra cosa que una puta mal follada (y casi virgen).

Y que mientras las piedras
y los escupitajos
y los vergazos
propiciados por una especie extraterrestre de vida más allá de la ventana, que repta
y caga
y folla
y dormita
y reclama por todo aquello en lo que acaba de vomitar
y que después de todo, las flechas
y las lanzas
y los golpes de puños enfundados en cotas de malla
y el rostro que creíamos nuestro se mofa de nosotros en los charcos formados por los gargajos en aquella esquina perdida de Betelgeuse donde tu amigo el chinguiristense se murió de una sobredosis de concha y saliva, pero resulta que tenía que olvidara todos los velorios ocurridos en la pista de aterrizaje de los ricachos pendejos
y que más que dar la otra mejilla para el vergazo siguiente, tiene que rodar por el lodo como cerdo reencarnado
y encontrarse con el hecho que la mujer que te ama folla incansablemente con un ser que luce remotamente como el gemelo mayor que perdió su mente hace dos eones
y que sin importar que cuantas veces te hayas follado al mundo (con y sin su consentimiento) nunca fue tan placentero que como ese beso que te dio a escondidas de sus padres curuchupas
y que cada dos veces de dos, tienes que volver a subirte los pantalones porque resulta que ella volvió a llamarte mientras te masturbabas con la imagen de la ocasión en que te lo chupó seco en media calle, pero no importa porque mientras tú hablas de ella, ella se tiró a media cuadrilla de sargentos bastardos del ejército recalcitrante que estaba escondido debajo de su cama
y que la máscara que elegiste después de reencarnarte en ti mismo se ha transformado en mi rostro
y que la mirada melancólica que la que ves al paisaje hace que el mundo se cague de risa
y te preguntes donde va a ser la próxima función
y
y
y
rostro de piedra

La maja desnuda

Maja

 

La maja desnuda yacía complaciente en el futón.

Pero lo único que pude hacer fue divagar hacia el jueves pasado.
Cuando fui asaltado por garofanpallos y matapeces que intentaban quitarme los condones comprados a escondidas de la ex esposa del asesino en serie.

La maja desnuda empezó a vestirse y a cubrir la única luz que iluminaba la estancia.
Pero en lugar de detenerla recordé a la muchacha que se arrojó al Machángara para purificarse de caídas anteriores y de que al intentar rescatarla quedé más cubierto de mierda que una letrina del Tercer Círculo.

La maja desnuda subió a la habitación dejando un frío glaciar en el futón, y arrojando un estremecimiento en lo más profundo del aneurisma que no reventó por pura lástima.
Pero el constante zumbido de la refrigeradora descompuesta me devolvió al momento en que Qrisa me llevó al desocupado departamento de sus padres para consumar un secreto inconcluso y a ratos irritante.
A la vuelta de la esquina me dio un beso al agradecerme por desearla, y me profetizó que nos encontraríamos de nuevo dos días después de la primera vez que abandoné a la maja desnuda, para consumar por segunda vez la disatisfacción de los engañados.

La maja desnuda cerró la puerta con violencia.
Pero a pesar de querer subir junto a ella y tratar inútilmente de detenerla, el relámpago que retumbó en el tejado me convenció de que éste hogar está a punto de colapsar, que sin importar el trillón de ocasiones en que inequívocamente siga presentando la otra mejilla, los jirones de mi rostro siguen ocultando las nirnaeth arnoediad que fluyen por los profundos cardenales que ha dejado el tiempo.

La maja desnuda intentó despedirse, llenó una pesada maleta con los restos de su vida y colocó un anillo en la barandilla de las escaleras.
Pero al tratar de encontrar las palabras correctas, terminé balbuceando babosas glosolalias que se atoraro en mi garganta como garrapatas venidas de Próxima Centauri, negándose a darle sentido a mis ruegos de pedirle que se quede.
Los truenos seguían retumbando en el techo, en el limbo enterrado en sueños ajenos y en el paraíso por el que confundimos a la cama.
La tempestad estaba a punto de comenzar, extrañé el rifle que colgaba sobre la mesa del comedor y que empeñé hace siglos.
Los truenos eran las palabras que salían de la boca de la maja desnuda. Los truenos y relámpagos y fringallones y comebúhos azotaban la memoria de la primera y torpe ocasión en que la poseí.
Los resonantes truenos eran todas las ocasiones en que dí por sentada la presencia salvadora y lucífera que estaba a punto de apartarse para siempre.

 

La maja se ha ido.
El vacío empieza a tomar el sitio de los cimientos del lugar que construimos y al que intentábamos regresar.
El silencio se transforma en una sinfonía que marca el comienzo del final, en la inapelable entropía de que terminará desintegrando todo lo que existe.
Los resplandecientes truenos siguen retumbando en el techo y éste se desploma sobre mi cabeza como la proa del Argos que terminó con la vida de Jasón.
Nunca he tenido una erección que duela al caminar.

Pronuncio el nombre de la maja desnuda.

El Motel Improvisado

Quito, 14 de febrero del 2015

Alguien se bebió todo el vodka que tenía en la casa, me dijeron que fui yo mismo quien se lo terminó, pero no lo recuerdo del todo. En fin. La cuestión es que no tengo vodka en la casa.
En la calle una señora ondea flores y globos frente a mí diciendo «Lleve, lleve, señor, a un dólar» y me da ganas de gritarle «¡¿Tengo el puto gesto de alguien que va camino a una cita?!»

La pareja que está sentada en la mesa frente a la mía no deja de tomar fotos a su comida y empiezo a temer por la seguridad de todos en éste lugar.
– You Came to the Wrong Neighborhood, Motherfucker – escucho la voz de Outis susurrando en mi oído derecho, debería de asustarme pero de cierto modo lo esperaba – ¿qué haces aquí? – pregunta y se sienta frente a mí sin esperar a ser invitado.
– ¿Qué haces tú aquí?
Nada, te vi y entré.
– Aquí está el Spirit que me pidió, caballero – dice la chica de la barra del bar, colocando en la mesa un vaso lleno a medias de veneno.
¿Caballero? – vuelve a preguntar con un tono burlón después de que la chica se haya retirado con su bandeja.
– Dicen que el hábito no hace al monje, pero supongo que ésta vez se equivocaron.
Estás hecho sopa – intenta describirme al reparar lo empapado que llevo el  terno.
– ¿Una sopa? ¿Por qué demonios dice eso la gente? ¿Qué carajos significa eso? Las sopas son calientes y detestables.
No lo sé… todos lo dicen, yo sólo quería ser…
– …popular – concluyo la frase de Outis y él asiente con la cabeza, mientras enseña una sonrisa mucho más detestable que una sopa –, y luego dices que yo vine al barrio equivocado.
Apuro mi bebida hasta las heces y salimos del lugar.
Dos cuadras después me doy cuenta de que no cancelé mi bebida.
¿Tenemos la conciencia para regresar a pagar?
– No ésta noche – respondo y me detengo frente a una vieja tienda en la que sólo venden cigarrillos Full, sin filtro, compro dos, le ofrezco uno a Outis, que lo rechaza con un gesto de la mano.
Ya me voy – dice en un tono apagado –, matas mi buen ánimo. Matas el buen ánimo. Si te acercas a la niña de la señora de la tienda, la mamá le advirtiera: «Mija, aléjate del hombre triste del maletín, que te va a robar toda la alegría».
Dejo escapar un bufido mientras enciendo el primer cigarrillo, nunca antes había fumado sin filtro.
Viaje bueno – se despide, desvaneciéndose.
Lo compararía con la estela humeante de un tren si no fuera porque la última vez que vi un humeante tren en persona fue cuando tenía 5 años.

Entro a otro bar, me siento en la barra y pido dos vasos de un vodka cualquiera y ésta vez no me olvido de pagar la cuenta antes de salir.

Prendo el segundo cigarrillo a pesar de no haber disfrutado del todo con el primero, pero es lo que hay.
Cinco cuadras después, en una esquina alumbrada a medias, un tipo harapiento se me acerca para pedirme 25 centavos.
Le miento y le digo que no tengo nada de dinero, pero le ofrezco lo que queda de mi cigarrillo como un gesto de buena voluntad.
– Es lo único que me queda, mi mujer se quedó con todo – exclamo histriónicamente y el tipo rompe en una carcajada antes de regresar a su rincón.

Me cuelo en medio de la multitud, lo único que logro distinguir del murmullo generalizado son quejas y comentario acerca de la tempestad que acaeció hace pocas horas.
Lo que me hace desear gritar: «¡Claro que hubo una tempestad! ¡La lluvia es mi novia y miren que día es hoy!», pero no he bebido el suficiente vodka, así que me abstengo.
De todas maneras, antes de poder darme cuenta, me encuentro subiendo las gradas de un motelucho barato con un llavero en una mano, que tiene escrito el número 19 en un descolorido tono rojizo, borroneado en el área de la circunferencia del 9.
Abro la puerta para descubrir un somier apenas cubierto por un manchado colchón, con unas roídas cobijas y sábanas dobladas en el extremo más cercano a mí. El amarillo pálido y manchado de las paredes me hace sentir náuseas. ¡Cuánta clase!

Al encender la titilante luz recuerdo la ocasión en que la muchacha que traficaba con naftalina me pidió que le acompañara a conocer otro motelucho menos decadente que éste (aparte de ésta, esa fue la única ocasión en la que he entrado a un motel), invitación que no tenía otro propósito que el conocer el lugar por dentro; no hubo besos furtivos ni sexo desenfrenadamente torpe, sólo una exploración física de la habitación, que se sintió como un rápido recorrido a un museo que está a punto de cerrar en lugar de como se supone que debería sentirse una visita al establecimiento en que nos encontrábamos.
Sea cómo sea, me siento en el colchón y mi peso hace rechinar los resortes del somier, en la pared cuelga una vaga interpretación en acuarela de un paisaje quiteño, lo que le pone peso a los 14 días que me quedan para comenzar con el abandono, el decaimiento y la muerte… la muerte… Mi amada es más fuerte que yo, ella tomó el vacío y las circunstancias en las que me desvanecí y salió de ellas transfigurada. Yo sigo perdiendo partes de mi psique a cada paso dado en éstas calles que han dejado asfalto fresco y humeante pegado  en las suelas de mis zapatos. ¿Dónde está ella? ¿Qué está haciendo? Lo imagino a mi propio pesar.

Me pregunto si en la lavandería que puedo ver desde la ventana, podrían echarme lejía en el cerebro para borrar todo rastro de esas imágenes.
Me pregunto si me harán un cargo extra  por la habitación si decido dibujar un tiro al blando en la manchada pared y arrojo mi cabeza contra ella. Tal vez deba pagar por la repintada de la misma para cubrir las manchas de sangre que deje, tal vez no.
Agradezco que al menos, el lugar no huele a meados.

No puedo borrar mis recuerdo con lejía, al menos no en las circunstancias actuales. Escucho gemidos provenientes de los dos cuartos contiguos al 19, y eso me señala que es hora de salir de éste sitio si pretendo conservar intacta la poca cordura que me queda.
Paso corriendo frente al guardia de la puerta, que me despide con un gesto desaprobatorio, lo más probable es que crea que renté la habitación para drogarme, y es absolutamente probable el hecho de que no me interesa en lo absoluto.

La noche se extiende ante mis pies, las calles se iluminan con la cacofonía de todos los pintorescos seres que me esperan aquí fuera, y temo por todas las nuevas torturas que se le pueden ocurrir a mi mente mientras atravieso el umbral y desaparezco en el vacío que hay debajo.

14

Diatriba Meteorológica

Abandoned room with two doors and newspaper on floor

Porcentaje de difenhidramina ascendiendo a un 25%.
Margen de ventas descendiendo en un 19%

Quelqu’un m’a dit que en éste lugar el inmisericorde vals solar golpea tanto a herejes y devotos con una ferocidad nacida de eones de sufrimiento.
Quelqu’un m’a dit que un día cualquiera, las prodigiosas cuencas de una rivera lejana se dividen hasta perderse como niños que han olvidado cómo soñar.

El tipo del bus no es un anciano o un sujeto agradable, es un tipo al que alegremente lo cortaría las piernas para lograr que deje de obstruirme la luz, dándome cuenta segundos después de que la sombra arrojada sobre mis palabras, no es otra que la de la mano que febrilmente escribe éstas palabras.

Ayer me visitó el Glimungo con crisálidas lisonjas saliendo de sus múltiples bocas. Llegó para notificarme que la Parca se había suicidado pocos días después de nuestro último encuentro.

De Irigoyen, de calle «Cacay», miquiscópicas voces escapan del departamento número 5 en la capital de la Tierra del Antimonio. Traen stibiminas noticias de un polémico ente con el que he recorrido etéreos campos donde no para de nevar bajo el pálido sol de invierno.

El apostador ruso quedó en verme dentro de dos horas el mes pasado, me contará de los crímenes que el periodista argelino vino a confesarle en la primavera del próximo siglo, después del accidente automovilístico. Lo único que puedo entender fue que ayer será demasiado tarde y que siempre quedarán dos ocasiones.

Al despertar en Arda me encontraré con el otoño del mundo y quelqu’un m’a dit que todo va a estar bien.

Quelqu’un c’est un fou.