El Motel Improvisado

Quito, 14 de febrero del 2015

Alguien se bebió todo el vodka que tenía en la casa, me dijeron que fui yo mismo quien se lo terminó, pero no lo recuerdo del todo. En fin. La cuestión es que no tengo vodka en la casa.
En la calle una señora ondea flores y globos frente a mí diciendo «Lleve, lleve, señor, a un dólar» y me da ganas de gritarle «¡¿Tengo el puto gesto de alguien que va camino a una cita?!»

La pareja que está sentada en la mesa frente a la mía no deja de tomar fotos a su comida y empiezo a temer por la seguridad de todos en éste lugar.
– You Came to the Wrong Neighborhood, Motherfucker – escucho la voz de Outis susurrando en mi oído derecho, debería de asustarme pero de cierto modo lo esperaba – ¿qué haces aquí? – pregunta y se sienta frente a mí sin esperar a ser invitado.
– ¿Qué haces tú aquí?
Nada, te vi y entré.
– Aquí está el Spirit que me pidió, caballero – dice la chica de la barra del bar, colocando en la mesa un vaso lleno a medias de veneno.
¿Caballero? – vuelve a preguntar con un tono burlón después de que la chica se haya retirado con su bandeja.
– Dicen que el hábito no hace al monje, pero supongo que ésta vez se equivocaron.
Estás hecho sopa – intenta describirme al reparar lo empapado que llevo el  terno.
– ¿Una sopa? ¿Por qué demonios dice eso la gente? ¿Qué carajos significa eso? Las sopas son calientes y detestables.
No lo sé… todos lo dicen, yo sólo quería ser…
– …popular – concluyo la frase de Outis y él asiente con la cabeza, mientras enseña una sonrisa mucho más detestable que una sopa –, y luego dices que yo vine al barrio equivocado.
Apuro mi bebida hasta las heces y salimos del lugar.
Dos cuadras después me doy cuenta de que no cancelé mi bebida.
¿Tenemos la conciencia para regresar a pagar?
– No ésta noche – respondo y me detengo frente a una vieja tienda en la que sólo venden cigarrillos Full, sin filtro, compro dos, le ofrezco uno a Outis, que lo rechaza con un gesto de la mano.
Ya me voy – dice en un tono apagado –, matas mi buen ánimo. Matas el buen ánimo. Si te acercas a la niña de la señora de la tienda, la mamá le advirtiera: «Mija, aléjate del hombre triste del maletín, que te va a robar toda la alegría».
Dejo escapar un bufido mientras enciendo el primer cigarrillo, nunca antes había fumado sin filtro.
Viaje bueno – se despide, desvaneciéndose.
Lo compararía con la estela humeante de un tren si no fuera porque la última vez que vi un humeante tren en persona fue cuando tenía 5 años.

Entro a otro bar, me siento en la barra y pido dos vasos de un vodka cualquiera y ésta vez no me olvido de pagar la cuenta antes de salir.

Prendo el segundo cigarrillo a pesar de no haber disfrutado del todo con el primero, pero es lo que hay.
Cinco cuadras después, en una esquina alumbrada a medias, un tipo harapiento se me acerca para pedirme 25 centavos.
Le miento y le digo que no tengo nada de dinero, pero le ofrezco lo que queda de mi cigarrillo como un gesto de buena voluntad.
– Es lo único que me queda, mi mujer se quedó con todo – exclamo histriónicamente y el tipo rompe en una carcajada antes de regresar a su rincón.

Me cuelo en medio de la multitud, lo único que logro distinguir del murmullo generalizado son quejas y comentario acerca de la tempestad que acaeció hace pocas horas.
Lo que me hace desear gritar: «¡Claro que hubo una tempestad! ¡La lluvia es mi novia y miren que día es hoy!», pero no he bebido el suficiente vodka, así que me abstengo.
De todas maneras, antes de poder darme cuenta, me encuentro subiendo las gradas de un motelucho barato con un llavero en una mano, que tiene escrito el número 19 en un descolorido tono rojizo, borroneado en el área de la circunferencia del 9.
Abro la puerta para descubrir un somier apenas cubierto por un manchado colchón, con unas roídas cobijas y sábanas dobladas en el extremo más cercano a mí. El amarillo pálido y manchado de las paredes me hace sentir náuseas. ¡Cuánta clase!

Al encender la titilante luz recuerdo la ocasión en que la muchacha que traficaba con naftalina me pidió que le acompañara a conocer otro motelucho menos decadente que éste (aparte de ésta, esa fue la única ocasión en la que he entrado a un motel), invitación que no tenía otro propósito que el conocer el lugar por dentro; no hubo besos furtivos ni sexo desenfrenadamente torpe, sólo una exploración física de la habitación, que se sintió como un rápido recorrido a un museo que está a punto de cerrar en lugar de como se supone que debería sentirse una visita al establecimiento en que nos encontrábamos.
Sea cómo sea, me siento en el colchón y mi peso hace rechinar los resortes del somier, en la pared cuelga una vaga interpretación en acuarela de un paisaje quiteño, lo que le pone peso a los 14 días que me quedan para comenzar con el abandono, el decaimiento y la muerte… la muerte… Mi amada es más fuerte que yo, ella tomó el vacío y las circunstancias en las que me desvanecí y salió de ellas transfigurada. Yo sigo perdiendo partes de mi psique a cada paso dado en éstas calles que han dejado asfalto fresco y humeante pegado  en las suelas de mis zapatos. ¿Dónde está ella? ¿Qué está haciendo? Lo imagino a mi propio pesar.

Me pregunto si en la lavandería que puedo ver desde la ventana, podrían echarme lejía en el cerebro para borrar todo rastro de esas imágenes.
Me pregunto si me harán un cargo extra  por la habitación si decido dibujar un tiro al blando en la manchada pared y arrojo mi cabeza contra ella. Tal vez deba pagar por la repintada de la misma para cubrir las manchas de sangre que deje, tal vez no.
Agradezco que al menos, el lugar no huele a meados.

No puedo borrar mis recuerdo con lejía, al menos no en las circunstancias actuales. Escucho gemidos provenientes de los dos cuartos contiguos al 19, y eso me señala que es hora de salir de éste sitio si pretendo conservar intacta la poca cordura que me queda.
Paso corriendo frente al guardia de la puerta, que me despide con un gesto desaprobatorio, lo más probable es que crea que renté la habitación para drogarme, y es absolutamente probable el hecho de que no me interesa en lo absoluto.

La noche se extiende ante mis pies, las calles se iluminan con la cacofonía de todos los pintorescos seres que me esperan aquí fuera, y temo por todas las nuevas torturas que se le pueden ocurrir a mi mente mientras atravieso el umbral y desaparezco en el vacío que hay debajo.

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